
Acrílico y mixta sobre lienzo, 120 x 120
El pasado 8M tuve ocasión de visitar el Centro Penitenciario de Zuera junto a Believe in Art para dar a conocer a la población reclusa el trabajo de esta ONG y hablar del arte hecho por mujeres. Fue una experiencia enriquecedora en muchos sentidos y sorprendente por muchas cosas: la seguridad, el ambiente, la diversidad de internos…
Los redactores de la revista del centro nos recibieron como agua de mayo, ya que no son muchas las visitas de este tipo que reciben; nos entrevistaron para su publicación y nos contaron a la vez cómo era su día a día. Me impactó, no sólo su amabilidad y educación, sino su apariencia. Son tantos los clichés y estereotipos que el cine nos da de una cárcel, que tener enfrente a personas como yo me hacía constantemente preguntarme qué habrían hecho para acabar ahí. Hay casos y casos, pero muchos te hacen darte cuenta de lo frágil que puede ser la vida y con qué facilidad se puede ir al traste por una mala decisión.
Hablar a los presos de la humanización de espacios hospitalarios a través de la creación artística y mostrar algunos de mis trabajos en los que intento evocar la sensación de nadar en libertad, me resultó en algún punto casi frívolo. Enseñar la pintura de una chica que flota relajadamente en una playa solitaria a quienes no pueden ni darse una ducha en la intimidad puede ser indecoroso, aunque por suerte, los internos lo tomaron con mucha más naturalidad que yo misma y se mostraron muy interesados y agradecidos.
Al marcharnos, un interno me preguntó que cómo plasmaría la cárcel en mi pintura después de esa visita. Me hubiera gustado enseñarle esta obra, en la que justamente estaba trabajando en esos días, pero no pude porque por razones de seguridad no nos habían dejado entrar con móviles.
Esa misma semana la terminé y le puse título. Ojalá él pueda verla algún día.