
Óleo sobre lienzo (díptico), 200 x 100 cms.
No es que me guste madrugar, pero me encanta esa hora tonta en la que la ciudad despierta y bulle de actividad en un estrepitoso silencio.
A las 8 de la mañana, el que está ya en la calle va con prisa, casi siempre callado. Los autobuses y tranvías van cargados de gente silenciosa, los semáforos son punto de concentración de trabajadores y estudiantes, muchos todavía medio dormidos.
En invierno apenas es aún de día, y los primeros (o segundos) paseadores empiezan a patrullar los parques. Es esa hora perra en que la ciudad despierta y yo me asomo a su balcón, acompañada de Paquita que ladra a las primeras luces.